Cuando el mundo calló, cuando la piedra cerró la tumba, cuando incluso los más fieles discípulos huyeron… quedó una sola Mujer.
No gritó. No pidió explicaciones.
Solo se sentó junto a la puerta, con las manos sobre el regazo, y guardó silencio. En sus ojos no había desesperación, pero tampoco descanso. Solo una quietud profunda, como un lago antes del amanecer.
Era la Madre.
La gente pasaba y murmuraba:
—Pobre mujer… Se volvió loca del dolor.
Otros decían:
—Todo ha terminado. Fue bueno, pero humano.
Pero Ella seguía allí. No comía. No dormía. Solo miraba al cielo.
A veces sus labios se movían apenas, como si rezara, o susurrara ese nombre que un día pronunció por primera vez junto a una cuna:
—Jesús…
Los discípulos se escondieron. Pedro lloraba. Juan estaba lejos. Nadie sabía qué hacer.
Nadie, excepto Ella.
En lo más profundo de su corazón, la luz seguía viva.
Ella había sostenido Su cuerpo. Había sentido Su sangre. Había visto cómo lo colocaban en el sepulcro. Y aun así… Ella creía.
No porque hubiese visto un milagro.
Sino porque recordaba.
Recordaba al ángel que le dijo: “Darás a luz al Salvador.”
Recordaba al Niño que hablaba del Padre.
Recordaba cómo en cada paso de Su vida había algo más grande que el dolor.
Y por eso, cuando todos se alejaron, Ella se quedó.
Porque una Madre no se va. Una Madre espera. Una Madre cree.
Cuando llegó el alba y unas mujeres corrieron hacia Ella diciendo:
—¡El sepulcro está vacío! ¡Ha resucitado!
Ella no gritó.
Solo cerró los ojos y susurró:
—Lo sabía… Mi Hijo cumple Su Palabra.
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